Perdóneme
el lector la falta de gusto, la petulancia anacrónica, la insolencia
típica de los viajeros frente a los que no han salido nunca de su barrio
–y
en este caso de su tiempo–, pero le aseguro que quien no ha visto a
Venecia en el siglo XVI no puede jactarse de haberla visto. Comparada
con aquella, con aquella vasta composición cuidada e impetuosa de
Tintoretto o de Tiziano, la actual es como una tarjeta postal, o un
cromo, o una de esas acuarelas que los pintarrajeadores venden en la
plaza San Marcos a los extranjeros inocentes. Supongo que otro también
diría –incomodándome a mí–
quien la hubiera conocido en el siglo XV, en el siglo XVIII y quizás en
el siglo XIX. Yo sólo hablo de lo que tuve la suerte de conocer. . . .
Apenas la entreví la mañana de nuestro arribo. Iba muy enfermo, en una
embarcación que alquilamos cuando nos rendimos ante la evidencia de que
no sería capaz de seguir a caballo, pero el primer contacto fue
deslumbrador. Después de Bomarzo, hecho de piedras ásperas, de ceniza y
de herrumbre, apretado, hosco, Venecia se delineó frente a mí, líquida,
aérea, transparente, como si no fuera una realidad sino un pensamiento
extraño y bello; como si la realidad fuera Bomarzo, aferrado a la tierra
y a sus secretas entrañas, mientras que aquel increíble paisaje era una
proyección cristalizada sobre lagunas, algo así como una ilusión
suspendida y trémula que en seguida, como el espejismo de los sueños,
podía derrumbarse silenciosamente y desaparecer. No es que yo
considerara a Bomarzo menos poético –líbreme Dios–,
pero en Bomarzo la poesía era algo que brotaba de adentro, que se
gestaba en el corazón de la roca y se nutría del trabajo secular de las
esencias escondidas, en tanto que en Venecia lo poético resultaba
exteriormente, luminosamente, del amor del agua y del aire, y, en
consecuencia, poseía una calidad fantasmal que se burlaba de los
sentidos y exigía, para captarla, una comunicación en la que se fundían
el transporte estético y la vibración mágica. . . . Luego comprendí que,
sobre mí en todo caso, la fuerza misteriosa de Bomarzo, menos
manifestada en la superficie, más recónditamente vital, obraba con un
poderío mucho más hondo que aquel cortesano seducir . . . pero, como
tantos, como todos, sucumbí al llegar ante el encanto de la ciudad
incomparable, traicioné el recuerdo a mi auténtica verdad – cada uno tiene su propio Bomarzo–
y pensé que no había que no podía haber en el mundo nada tan hermoso
como Venecia, ni tan rico, ni tan exaltador, ni tan obviamente creado
para procurar esa difícil felicidad que procuramos con ansia, agotando
seres y lugares, los desesperadamente sensibles. (327-28)
Mújica Lainez ; Bomarzo
—…Desde allí el hombre parte y cabalga tres jornadas entre gregal y levante…— proseguía diciendo Marco, y enumeraba nombres y costumbres y comercios de gran número de tierras. Su repertorio podía considerarse inagotable, pero ahora le toco a él rendirse. Era el alba cuando dijo: Sir, ahora te he hablado de todas las ciudades que conozco.
—Queda una de la que no hablas jamás.
Marco Polo inclinó la cabeza.
—Venecia— dijo el Kan.
Marco sonrío.
—¿Y de qué otra cosa crees que te hablaba?
El emperador no pestañeó.
—Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre.
Y Polo:
—Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.
—Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia, cuando te pregunto por Venecia.
—Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mi es Venecia.
—Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida, describiendo Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que recuerdes de ella.
El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del antiguo palacio de los Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes como hojas que flotan.
—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran —dijo Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.
—…Desde allí el hombre parte y cabalga tres jornadas entre gregal y levante…— proseguía diciendo Marco, y enumeraba nombres y costumbres y comercios de gran número de tierras. Su repertorio podía considerarse inagotable, pero ahora le toco a él rendirse. Era el alba cuando dijo: Sir, ahora te he hablado de todas las ciudades que conozco.
—Queda una de la que no hablas jamás.
Marco Polo inclinó la cabeza.
—Venecia— dijo el Kan.
Marco sonrío.
—¿Y de qué otra cosa crees que te hablaba?
El emperador no pestañeó.
—Sin embargo, no te he oído nunca pronunciar su nombre.
Y Polo:
—Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.
—Cuando te pregunto por otras ciudades, quiero oírte hablar de ellas. Y de Venecia, cuando te pregunto por Venecia.
—Para distinguir las cualidades de las otras, debo partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mi es Venecia.
—Deberías entonces empezar cada relato de tus viajes por la partida, describiendo Venecia tal como es, toda entera, sin omitir nada de lo que recuerdes de ella.
El agua del lago estaba apenas encrespada; el reflejo de cobre del antiguo palacio de los Sung se desmenuzaba en reverberaciones centelleantes como hojas que flotan.
—Las imágenes de la memoria, una vez fijadas por las palabras, se borran —dijo Polo—. Quizás tengo miedo de perder a Venecia toda de una vez, si hablo de ella. O quizás, hablando de otras ciudades, la he ido perdiendo poco a poco.