-A Orestes sólo se parece Orestes.
-Luego, ha llegado Orestes.
La Orestíada
Esquilo
"Egisto, verdaderamente, lo pensaba todo como si la escena final se desarrollase en el teatro, ante cientos o miles de espectadores. Un día se dio cuenta de que Clitemnestra tenía que estar presente en todo el último acto, esperando su hora. Podría Egisto, en la pared del fondo, en el dormitorio, mandar abrir un ventanal que sobre la sala de embajadores, un ventanal que permitiese ver la cama matrimonial, y en ella a Clitemnestra en camisón, la cabellera dorada derramada en la almohada, los redondos hombros desnudos. Cuando se incorporase, despertada por el ruido de las armas, en el sobresalto debería mostrar los pechos, e intentando abandonar el lecho para correr hacia el ventanal, una de las hermosas piernas hasta medio muslo, o algo más, que la tragedia permite todo lo que el terror exige. (...) Ya estaba muerto el rey, y no podía levantarse a recibir los aplausos, ni a dirigir el asesinato de Clitemnestra. Con Orestes, él se batiría en silencio, pero entre la madre y el hijo era obligado que hubiese un diálogo. Habría que sugerirle a Clitemnestra unas frases, unos gestos (...). Habría que dar con el tono, con las palabras solemnes y significantes, y sin embargo próximas, del grito. Convendría buscar testigos de las grandes venganzas griegas. Por otra parte, lo mejor sería que uno de sus agentes secretos, en un puerto lejano, hubiese encontrado a Orestes y tratado con él el diálogo de la hora de la venganza. ¡Un toma y daca para el teatro! (...) El dramaturgo de la ciudad podía poner por escrito el diálogo. (79-81) "
Un hombre que duda es
un hombre libre, y el dudoso llega a ser poético soñador, por la
necesidad espiritual de certezas.
(Capítulo V)
(Capítulo V)
¡Luz que el mismo sol la toma! Todas las cosas e este mundo se reducían para ella a señales de un amor que llegaba, o que andaba buscándola, devanando los ovillos de todos los caminos. Delicada flor, siempre con el rocío de la mañana como seña virginal, entregaba su corazón a todos los hombres que la miraban a los ojos. Enloqueció, se echó a los caminos, daba limosna a los perros, y finalmente la violó un herrador ambulante. La encontraron muerta, desnuda, bajo un almendro. Llegó el juez y gritó: "¡Vestidla!" Y en el acto el almendro dejó caer todas sus flores sobre el cuerpo de doña Inés, y quedaron cubiertas las desnudeces. Pasa por santa en el país.
La filosofía no consiste en saber si son más reales las manzanas de ese labriego o las que yo sueño, sino en saber cual de las dos tiene más dulce aroma. (Capítulo V)
Cunqueiro; Un hombre que se parecía a Orestes
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