Carl Jung
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Meditación sobre la violencia
No es de extrañar. La situación social alcanza límites inconcebibles para una mentalidad fundada en los equilibrios democráticos. Mientras una parte muy numerosa de la población llega a una situación trágica, el Gobierno trabaja sin pudor para la avaricia de los poderosos. Si una Comunidad Autónoma se inventa un impuesto para favorecer el crédito y castigar la inmovilidad del dinero en los bancos, el Gobierno precipita una ley que impida ese impuesto. Si otra Comunidad Autónoma imagina una fórmula para limitar las ganancias desmedidas de la industria farmacéutica a favor de las arcas públicas, el Gobierno pone en marcha un antídoto legal contra esa fórmula. Si otras comunidades autónomas pretenden salvar la paga extra de los funcionarios o el derecho a la sanidad de los inmigrantes, el Gobierno entra en una guerra legal inmediata y llama “lealtad institucional” al predominio de la crueldad y la explotación frente a la solidaridad y la justicia social.
Ante este obsceno panorama de la explotación, es lógico que empiece a formarse un imaginario social que justifique la violencia contra el sistema en una población impúdicamente maltratada. Pero más allá de las reacciones instintivas, merece la pena volver a formularse una vez más la pregunta de otros tiempos. ¿Puede convertirse la violencia en un arma de respuesta política? Asumo la inquietud de muchos jóvenes que, de manera cada vez más frecuente, discuten conmigo de política y critican mi buenismo.
Voy a ser sincero. Si apoyo mis argumentos en la condición del explotador, me cuesta trabajo negarme a la violencia. Al leer las noticias, yo tengo muchas reacciones coléricas y violentas en el secreto de mi casa. Cuando me entero de que alguien especula con las materias primas para ganar dinero a costa de provocar cientos de miles de muertos por las hambrunas, concluyo que ese especulador se merece una respuesta violenta. También me resulta difícil negarme a la violencia cuando compruebo que los poderes financieros, dirigidos por personas con nombres y apellidos, acumulan riquezas a costa de condenar a un país al desahucio, la pérdida de su sanidad y su educación pública, el desmantelamiento de su investigación y su cultura, y la ruina de sus pensiones.
Así que, para mantenerme en contra de la violencia, no puedo pensar en la condición del explotador, que a veces se merece un castigo inmediato, sino en la perspectiva de las víctimas. ¿Se merece alguien la degradación de apretar un gatillo? El crimen es el resultado último no sólo de la desesperación, sino del nihilismo, de la renuncia definitiva a los valores que dignifican la condición humana. La lógica del mártir, el asesino y la culpa llevan a la degradación de la realidad personal y a la cancelación última de todas las aspiraciones de transformación histórica. Y el relato de la propia historia lo demuestra. Ningún proceso político basado en el crimen, por justas que sean sus aspiraciones, ha podido escapar nunca a la degradación y la injusticia final. Las vidas particulares, las únicas que existen como experiencia real, acaban sacrificadas a una idea totalitaria del poder que borra las trayectorias singulares en nombre de una perfección totalitaria. El derecho a ejecutar a alguien, ya sea en una pena de muerte legal o en un atentado rebelde, es inseparable de la fractura democrática y del cieno nihilista del absolutismo.
Por eso es un recurso político de resistencia asumir cierto buenismo —a veces, no lo niego, algo avergonzado— y seguir manteniendo la necesidad de una reacción política esperanzada frente al pesimismo de la lucidez. Toda respuesta que no venga de la configuración de una nueva mayoría política se hará cómplice, por un camino o por otro, de la prepotencia del poder y de la avaricia de los mercaderes.
Confieso que este artículo supone una conversación pública con mi hija Elisa.
Jose Luis García Montero
#2 Comentario por Martinenko
Esta es una idea totalizadora y absolutista que muy poco, poquísimo, tiene que ver con la realidad histórica. Parece que su buenismo va más allá de su postura para aplicarlo al propio análisis de la historia, como si se tratara de un cura utópico que juzga lo moral o inmoral sin pararse a analizar las transformaciones que prevalecen entre tanto detalle "injusto".
Desde Espartaco hasta las rebeliones husitas o de los cantones suizos, desde la revolución francesa hasta la rusa, desde la guerra de independencia estadounidense, a su guerra civil o la independencia de Argelia, encontramos ejemplos históricos en los que la violencia conllevó una transformación de la sociedad hacia la consecución de ideales más justos. ¿Idílica? Quien busque en la historia un proceso idílico que se vuelva a los libros de Petete; la historia siempre es sucia, y quien pretende cambiarla se mancha, eso es así. Pero resulta que aquellos que no pretenden mancharse, cuyos elevadísimos conceptos morales y su buenismo les hace creerse por encima de las reglas de la historia, también terminaron manchándose, eso sí, con la sangre de sus propios seguidores; vease Azaña o Allende.
¿Quién puede negar el gran progreso social y político que siguió a la revolución francesa? El fin de las monarquías absolutas, de los privilegios nobiliares en buena parte de europa, el reparto de la tierra y el acceso de los más válidos al estado. ¿Que a Maria Antonieta le cortaron la cabeza? Cuantas Maria Antonietas de piel menos empolvada morían cada día en París víctimas del regimen estamental. ¿Nos vamos a escandalizar por una sola cabeza cuando un sistema mata a miles?
La Revolución Rusa trajo enormes derechos para los trabajadores, no solo en Rusia, sino en el resto del mundo. Hoy los fariseos de la socialdemocracia comienzan a darse cuenta de que su efímero estado del bienestar se sustentaba únicamente en el miedo de los capitalistas a la URSS (o al socialismo), y desaparecida esta, nadie les impide arrebatar todo lo dado, pero que nunca dejó de ser suyo. ¿Que fusilaron a la familia del zar? ¿Y cuantas familias no asesinó el zar para reprimir a los movimientos sociales que pedían un cambio político? Una pequeña injusticia no puede ensombrecer la grandeza de un cambio histórico, no podemos pasearnos por la historia de puntillas con nuestros grandilocuentes criterios morales a cuestas, pque entonces solo caeremos en el ridículo y la incomprensión.
Aunque algunos afirmen que todo lo que tocó la violencia se tornó "injusto", la única certeza es que sin violencia en la historia los desfavorecidos seguirían con una cadena al cuello o vendidos en mercados. La cuestión no es justificar o no moralmente la violencia, la cuestión es si existe una alternativa de acción política válida y eficaz, alternativa que todos (o casi todos) preferiríamos de existir. Cuando analice la cuestión desde esa perspectiva, y presente dicha alternativa (más allá de crear esas mayorías que no garantizan nada, porque si usted afirma que la violencia siempre se tornó injusta, yo puedo afirmar que la confianza depositada en las urnas en partidos "de izquierda" a través de un sistema injusto y de clases siempre se tornó en traición e incumplimiento de las promesas hechas), puede que entonces su artículo sea mínimamente interesante. Mientras tanto no parece ir mucho más allá de una monserga moralizante pronunciada desde el púlpito de lo políticamente correcto.
(Público, 20/12/2012)